sábado, 24 de julio de 2010

Toda esa carne pintada.

Por Rodrigo Fresan (desde Madrid)

No cuesta nada imaginarse el milagro de recorrer un museo vacío de personas, pero cuesta mucho que ese milagro se haga realidad.

Yo tuve suerte.

Hace dos lunes, se abrieron para mí las puertas de El Prado y avancé por pasillos, doblé a la izquierda, y ahí estaba: la mega-retrospectiva dedicada a Francis Bacon. Más de sesenta obras aseguradas en 1.200.000.000 de euros cuya exhibición ha sido supervisada por tres comisarios. Un acontecimiento de acontecimientos.

Respiré hondo, tomé aire y entré y si hay algo extraño y portentoso en la idea de tener todo un museo para uno solo, ese algo se hace todavía más portentoso y extraño si varios de sus salas están dedicadas única y exclusivamente a este pintor inglés. Así, la extraña sensación –como de sueño despierto con los ojos bien abiertos, como si nos hubieran cancelado los párpados– de avanzar por las señoriales y feroces recámaras de la mansión en picada de Roderick Usher o los voraces salones del palacio de la memoria de Hannibal Lecter o los dolorosos galpones de la carnicería de Pinhead en Hellraiser. Colores más primales que primarios y toda esa carne pintada, todo ese músculo producto de un cerebro único y de un estilo que –como sólo sucede con los más grandes– se sabe Alfa y Omega, un comienzo y un final en sí mismo.

Y, de pronto, una revelación: un cuadro suelto de Bacon que puede llamarse “Niño paralítico andando a gatas” –en el contexto de una colección de muchas firmas– es como un grito mudo y ensordecedor; mientras que todos los cuadros de Bacon juntos y a solas acaban produciendo una sensación curiosamente relajante y benéfica. Como si –por una vez, contemplando la totalidad de una pesadilla, recordando y teniendo a disposición cada uno de sus detalles– se accediera, por fin, al dulce y genial sueño de un hombre profanamente santo cuya sagrada y pecadora misión fue la de poblar nuestro vulgar mundo con sus excelsos demonios.

SANGRE EN EL SUELO. PINTURA, 1986

UNO Y aquí están todos ellos. Enmarcados –como a él le gustaba– bajo cristales que reflejan a los mirones: “No utilizo ningún barniz y el vidrio ayuda a dar una cierta unidad al cuadro. También me gusta la distancia que el cristal produce entre lo que he hecho y el espectador. Me gusta que el objeto, por así llamarlo, esté lo más lejos posible”.

Y en El Prado, en su templo favorito, ahora cuelgan todos sus objetos.

Sus indiscutibles greatest hits (como el “Estudio del Papa Inocencio X de Velázquez”, los “Tres estudios para un autorretrato”, el “Retrato de John Edwards”, los “Tres estudios para una crucifixión” y “Tres estudios para figuras al pie de una crucifixión”, el “Tríptico en memoria de George Dyer”, los varios “Hombres en azul”, el “Estudio de un perro” y “Chimpancé”, entre tantos otros) así como sus, para mí, rarities por primera vez contempladas: “Un trozo de tierra baldía”, el “Estudio para un retrato de Van Gogh VI”, “Chorro de agua” o “Sangre en el suelo”.

Unos y otros, todos juntos ahora, en el sitio al que Francis Bacon regresaba una y otra vez para aprender de los métodos de Goya, El Greco y Velázquez –sus pintores de cabecera– para luego regresar a la escena de sus sublimes crímenes y aplicar lo comprendido como ningún otro. Se lo entiende –por una vez– casi pegando la nariz a los cuadros sin ningún guarda que nos exija guardar distancias: los motivos de Bacon -–de quien el próximo octubre se cumplirá un siglo de su nacimiento– son modernos, pero las motivaciones que regían sus pinceladas y sus colores tenían la densidad y el peso de lo clásico.

Al final de la muestra, en una entrevista filmada en blanco y negro, muy sixties, tirado en una cama junto a un reportero de la BBC, Bacon parece reírse seriamente de las vanguardias cuando dice: “Es que a mí siempre me interesaron las formas, el estudio profundo y disciplinado de las formas. En cambio, a Jackson Pollock... ¿Cómo es que se llama eso que hace él?”. “Expresionismo abstracto”, apunta el reportero, “Ah, sí... expresionismo abstracto”, suspira Bacon. Y cambia de tema.

Bacon entró aquí, a El Prado, por primera vez en 1956. Llegó, junto a un amigo, camino de Tánger, por entonces meca gay y artística. Volvió una y otra vez –hay fotos que lo muestran con el desprolijo e implacable aire de un detective privado estilo Columbo– para recorrer los salones como un vampiro en estado de gracia. En Madrid tuvo novios, bebía en su mesa del bar Cock, pintaba, fue feliz y aquí volvió –cansado de sus problemas de salud, acababan de extirparle un riñón comido por el cáncer– para, luego de un ataque de asma complicado por una neumonía, morir de un ataque cardíaco el 28 de abril de 1992.

No dejó mucha obra –se dice que tener cuatro Bacons basta para convertirte en un coleccionista de primera línea– pero lo suyo es inversión segura y a prueba de modas.

El 14 de mayo del 2008, Sotheby’s vendió al magnate ruso Roman Abramóvich el “Tríptico” de 1976 de Francis Bacon por 55.465.000 de euros. La suma más alta jamás pagada por un artista en subasta pública. Antes, el niño terrible de la plástica inglesa Damien Hirst había pagado 33.000.000 de dólares por su “Crucifixión” de 1933 declarando que “Bacon es el mejor. Es el último bastión de la pintura”. Y así el abuelo adorado por los Young British Artists marca Saatchi es, hoy, el más por siempre joven de todos ellos, cada vez más pasajeros y anticuados.

Aquí y ahora, leo en El País un muy buen texto de Francisco Calvo Serraller donde, en una frase, se explica la rara permanencia de Bacon en una época y en un ambiente en el que todo pasa y poco queda: “Bacon pintó desde la historia, con la historia y para la historia, o, si se quiere, desde el pasado, con el presente y para el porvenir”.

ESTUDIO PARA UNA CRUCIFIXION, 1962

DOS Francis Bacon nació el 28 de octubre de 1909 en Dublín, Irlanda. Descendía, más o menos directamente del filósofo isabelino que le prestó su nombre, no se sentía irlandés, tan sólo apreciaba a Constable y a Turner entre sus colegas nacionales, y tuvo una vida complicada marcada, suele ocurrir, por una infancia difícil.

Hijo de un militar criador de caballos y de una heredera de minas de carbón y fundiciones de acero, Francis –asmático, alérgico a caballos y a perros, aficionado desde muy pequeño a vestirse con ropa de mujer para desesperación de su riguroso padre quien muy pronto decidió que no podía verlo ni soportarlo salvo para azotarlo con una fusta– fue casi entregado a Jessie Lightfoot, una institutriz gótica que acostumbraba encerrarlo dentro de un cajón de cómoda. “Ese cajón fue mi origen”, declaró tiempo después Bacon quien siempre recordó que, luego del final, debía ser incinerado porque nada quería menos que volver a ser metido dentro de un cajón.

Bacon pasó fugazmente por colegios donde duraba poco y lo aguantaban menos (no estaba bien visto acudir a clase con tacos altos) y pronto estaba en Londres viviendo con tres libras a la semana, leyendo a Nietzsche y trabajando como mucamo por horas. En algún momento descubrió que resultaba atractivo a hombres con dinero y publicó un aviso en la prensa ofreciéndose como “acompañante”. Uno de sus empleadores –un amigo de su padre llamado Harcourt-Smith– se lo llevó al decadente Berlín de 1927. Allí ve películas que forman su deformación como Metrópolis, Napoleón, El acorazado Potemkin. Descubre, también, manuales médicos con fotografías de úlceras bucales. Y desde allí, cuando se aburrió, viajó a París donde visitó una muestra de 106 dibujos de Picasso en la galería de Paul Rosenberg. “¿Por qué no lo intento?”, se dijo entonces con audacia autodidacta.

Así empezó todo.

A finales de 1928 ya estaba pintando en Londres. Alquiló un estudio en un garaje reconvertido y lo transformó en el primero de sus, llamémoslos, “aceleradores de partículas”: las fotos de los estudios donde trabajó Bacon –se puede visitar la reconstrucción hasta el más mínimo detalle de uno de ellos, el de Reece Mews, en Kensington, Londres, en una sala de Dublín, en la Hugh Lane Gallery– son parte inseparable de su obra: espacios caóticos, detenidos en el instante preciso del derrumbe, vertederos sublimes, desperdicios suspendidos en el ámbar petrificante del genio. “Mi apuesta es que mis cuadros merezcan la National Gallery o el tacho de basura”, dijo.

Pronto, Bacon era el futuro del presente. Pronto, en 1933 firmaba la boca abierta de su primera “Crucifixión”, estaba en boca de todos, Wyndham Lewis lo definía como “uno de los artistas más poderosos que hay hoy en Europa... en perfecta sintonía con su tiempo” y comenzaba su elevación a los altares y a las paredes de los mejores y mejor cotizados salones mientras Bacon pintaba seres derrumbados en las ruinas del Londres de posguerra.

Es, también, el principio de la leyenda: aquí viene un hombre rico huésped de hoteles cinco estrellas con costumbres de mendigo y viviendo en un departamento “que recordaba a una celda”, un hooligan súbitamente afeminado o viceversa, un ser al que Margaret Thatcher etiqueta como “ese hombre horrible que pinta cuadros espantosos”, alguien que destruye buena parte de su obra temprana para no dejar rastros (al morir, entraron en su estudio y encontraron al menos cien cuadros destrozados) y que gana y pierde pequeñas fortunas en Montecarlo y se enreda en affaires con tipos peligrosos y, en especial, con George Dyer, el gran amor al que, dice, conoce en el momento exacto en el que lo sorprende robando su apartamento. Dyer se suicida en París, la noche en que se inaugura la retrospectiva de Bacon de 1971. Al año siguiente Bacon conoce a John Edwards, un iletrado que se convertirá en su “hijo” y heredero universal quien, en 1998, recordó: “Cuando Francis pintaba era un drama. Me parecía como si estuviera luchando con el lienzo. Cuando no estaba contento con un cuadro, él o yo lo destruíamos acuchillándolo de arriba abajo y luego de un lado a otro hasta dejarlo hecho trizas. Otras veces los pisoteábamos”.

Observar todo esto –como si fuera un cuadro menor de Bacon– en el un tanto melodramático y mitificador film Love is the Devil (de 1998) –con Derek Jacobi como Francis Bacon y Daniel Craig como George Dyer– donde el Soho bohemio de entonces se nos presenta como una romántica Tierra Prometida para ángeles caídos. A Bacon, seguro, no le habría gustado este film porque la suya no le parecía una vida interesante: “Yo y la vida que he vivido acabamos inspirando más curiosidad que mi obra. A veces, cuando pienso en ello, preferiría que todo lo que se sabe de mí explotase y desapareciera al morir”.

No fue exactamente así, pero su vida pasó y lo que hizo permanece.

El 11 de septiembre del 2008 se inauguró la mayor retrospectiva de Francis Bacon en la Tate Britain, en Londres, que ya le había dedicado dos retrospectivas en vida.

Y esa, con mínimos cambios y ajustes, es la retrospectiva –próxima y última escala: verano del 2009, Metropolitan, N.Y., del 20 de mayo al 16 de agosto– que ahora y hasta el 19 de abril está en El Prado donde estoy yo, a solas, pero con Francis Bacon.

La gran exposición en la que Bacon vuelve a El Prado –su obra y no su vida, como le hubiera gustado a él– para, agradecido, revolucionar el espíritu tradicional de un museo que revolucionó a su espíritu transgresor cuando, a puertas cerradas, se lo abrían los lunes para que él lo visitara como un futuro fantasma inspeccionando la que ahora, definitivamente poseída, es su casa embrujada favorita.

TRES Y, claro, se ha escrito tanto sobre Francis Bacon. Se ha escrito, incluso, un muy buen policial à la Patricia Highsmith cruzada con J. G. Ballard: Spiral, de Joseph Geary (lo leo en el tren de ida, de camino a Madrid) donde la figura de Bacon aparece apenas velada tras la máscara del pintor maldito Frank Spira.

Pero –a veces pasa– las mejores definiciones de su arte son las que propone el propio artista. En el indispensable catálogo de la muestra se cita un texto de 1955, escrito para el Museum of Modern Art de New York, donde Bacon explica: “Me gustaría que mis cuadros dieran la impresión de que por ellos hubiera pasado un ser humano como un caracol, dejando un rastro de la presencia humana y un vestigio de memoria de sucesos pasados, como el caracol deja su baba. Yo creo que todo el proceso de este género de forma elíptica depende de la ejecución del detalle, y de cómo se rehacen las formas o se desenfocan ligeramente para dar entrada a sus vestigios de memoria”.

Así, Bacon regresaba una y otra vez a El Prado convencido de que “uno de los escasísimos medios que existen de enriquecer realmente la vida es a través de las grandes obras que han dejado unos cuantos individuos”.

En la última sala de la exposición, la obra deja lugar a la vida y Bacon se nos presenta como uno de esos hombres que ha dejado un rastro caracoloreado en nuestra memoria. Allí, instantáneas de máquina fotomatón, recortes, notas manuscritas, fotografías de cadáveres, páginas de crónicas taurinas, papeles manchados arrancados de paredes de estudios y extraídos de valijas muy viajadas y hoy a menudo expuestas y reproducidas (hay todo un libro, Detritus, con forma de maleta clonada y precio de 75.000 euros sobre las valijas de Bacon) como si se trataran de obras de arte. Pedazos superficiales de la profunda existencia de alguien que -–frases sueltas, unidas por una sola voz, dentro de un catálogo– siempre entendió al realismo “como un intento de capturar la apariencia con el cúmulo de sensaciones que la apariencia despierta en mí. Quizá el realismo sea siempre subjetivo cuando se expresa con mayor hondura... Lo importante es hacer a la persona con el aspecto con que tú la ves mentalmente. La persona debe estar ahí para que puedas cotejar con la realidad, pero sin dejarte llevar por ella, sin ser su esclavo... Un cuadro debería ser más bien recreación de un suceso que ilustración de un objeto; pero en el cuadro no hay tensión si no hay lucha con el objeto... En cierto modo, se hace más difícil pintar. Se es más consciente de que todo tiene nueve décimas partes no esenciales. Lo que se llama ‘realidad’ se vuelve mucho más aguda. Las pocas cosas que importan se concentran mucho más y se pueden resumir en mucho menos... Yo sólo intento quitarme imágenes del sistema nervioso con la mayor exactitud que me sea posible. La mitad de ellas ni siquiera sé lo que quieren decir. Yo no intento decir nada... Las Furias me visitan con frecuencia”.

ESTUDIO PARA UNA CRUCIFIXION, 1962

CUATRO “Tenía la esperanza de pintar el mejor cuadro de un grito humano, pero no fui capaz. Probablemente el mejor grito humano de la historia lo hizo Poussin en su ‘La matanza de los inocentes’”, dijo Bacon.

Saliendo de El Prado, de Baconlandia, las puertas cerrándose a mis espaldas, se experimenta, sí, el efecto residual de la exposición directa a tanto Bacon. Así, lo que adentro nos acababa pareciendo normal, afuera produce una vértigo de espanto. No es el efecto de convertir a Bacon en emociones descarrilladas conseguido por Bernardo Bertolucci en Ultimo tango en París. Ni siquiera es la funcional mediocridad de Adrian Lyne baconizando los muy logrados efectos especiales de Jacob’s Ladder. ¿Y cómo es que a nadie se le ocurriera en su momento filmar una versión Swingin’ London de El retrato de Dorian Gray con cuadros de Bacon? Ahora, las personas -–para muchas ellas Bacon no es ni será otra cosa que la carne de un sandwich– me parecen cuadros de Bacon. Pero cuadros de Bacon muy mal pintados –no gritan, son apenas gritones– y, por las dudas, uno esquiva los espejos.

Esa noche, en una pantalla de televisor de hotel, en un noticiero –luego de los boletines de la crisis y las peleas entre el PSOE y el PP– se emite un segmento sobre Bacon en El Prado. Y, al final, se entrevista a la monja hospitalaria que atendió al pintor durante sus últimas horas y le cerró los ojos de su última mirada en la habitación número 417 del Hospital Clínica Ruber.

La monja –tomo nota– se llama Sor Mercedes y pertenece a la Orden de las Siervas de María. Su rostro es severo pero dulce, nada Bacon. En el reportaje, la religiosa recuerda: “Pintaba cositas... toros y toreros. Era muy amable. Llegó muy malito. Y se murió de pronto”. Después, enseguida, pasan imágenes de un partido de fútbol y el siempre impreciso pronóstico meteorológico.

La mañana siguiente es soleada y fría y, de camino a tomar el tren de regreso a Barcelona, paso frente al edificio del Hospital Clínica Ruber.

No lo pienso demasiado y entro y subo y busco y encuentro y siempre me pregunté por qué (aunque entiendo a la perfección los motivos) no se ponen placas conmemorativas en las habitaciones de hospital donde murió una celebridad.

En cualquier caso ahí está: número 417. Llamo a la puerta y no me responden. Giro el picaporte. La habitación –el cuadro que la decora no es de Bacon, claro; me temo que Bacon no tiene las propiedades supuestamente curativas de los impresionistas– está limpia y vacía. Tan vacía como estaba El Prado el lunes que yo fui a visitarlo y lo encontré tan lleno de Bacon.

Me pregunto si, el próximo abril, todos esos cuadros se dejarán descolgar de todas esas paredes sin resistirse, sin exorcismo previo, sin aferrarse con uñas y dientes, sin lanzar alaridos asustando a majas y a meninas y a reyes y reinas.

Van a tener que arrancarlos a golpes, pienso mientras arranca el tren de regreso y me digo que, por suerte, yo ya no estaré aquí para ver la ascendente caída de la Casa Bacon.

martes, 20 de julio de 2010

La historia como parque temático




El artista plástico y el cineasta abordan “la argentinidad” en una impactante instalación que interpela a partir de múltiples lenguajes: fotografías, material de archivo intervenido y proyecciones. La muestra gratuita se podrá ver en el Ministerio de Educación.

Ser argentino es adorar a Eva Perón o a Victoria Ocampo. Cualquier fanático de los Redondos debe ocultar que Soda se encuentra entre sus preferencias. Ser argentino es hacer un piquete o golpear una cacerola. Y, para colmo, está la opción de quedarse en el medio. A través del planteo de antinomias de lo más variadas, Daniel Santoro y Francis Estrada abordan ese concepto difícilmente atrapable que es la argentinidad. El artista plástico y el cineasta son los directores de El laberinto del Bicentenario, una enorme instalación que persigue la participación del espectador, a quien se intenta capturar a través de múltiples lenguajes: fotografías, maquetas, material de archivo intervenido y proyecciones son algunos de ellos. La sede del laberinto es el Salón Alfredo Bravo del Ministerio de Educación (Montevideo 950), cuyas puertas estarán abiertas de lunes a sábados de manera gratuita.

Organizado por la Secretaría de Cultura de la Nación, el recorrido multimedia será inaugurado hoy a las 17.30 en el Salón Blanco del Palacio Pizzurno (Pizzurno 935), a través de un acto encabezado por la presidenta Cristina Fernández; el ministro de Educación, Alberto Sileoni, y el secretario de Cultura, Jorge Coscia. También se presentará el libro Argentina 1810-2010 Bicentenario, con textos de un grupo de intelectuales, como Horacio González, Ricardo Forster y Norberto Galasso.

El despliegue de El laberinto del Bicentenario es impactante. La propuesta consiste, literalmente, en un laberinto: 1500 metros cuadrados de historia argentina, desperdigada en pasillos y salones. Y es una historia distinta a la de los libros, manuales o seminarios. Porque no hay lugar para didacticismos, pero sí para el humor y la ironía, las sensaciones y los sentimientos. “No quisimos hacer algo ligado a las artes plásticas para un público tradicional, más reducido e instruido. Nos interesa que los sectores populares visiten esta muestra”, explica Estrada a Página/12. De ahí la interactividad de la propuesta –el espectador puede integrar videos, tomarse fotos y jugar a algún que otro juego–, lo cual permite caratularla como “parque temático”.

Con el asesoramiento de Javier Trimboli, la coordinación de Walter Peña y la colaboración de un equipo de veinte personas, Estrada y Santoro aprovecharon el Bicentenario para contar su visión sobre la historia. También participan un grupo de actores de la escuela de Mosquito Sancineto, encargados de acompañar a los espectadores. La fachada del laberinto es un primer índice de que la instalación versa sobre contrastes y oposiciones, con una imagen que reúne figuras y símbolos rivales. Y al ingresar, lo primero que se ve es un dispositivo que aglutina conceptos opuestos (civilización-barbarie, cabecita-oligarca, y más). “El tema de la muestra son las controversias, las disputas”, explica Santoro. “Hay algo de nuestra identidad que no termina de cerrar. Nuestra construcción identitaria está trazada por las antinomias. Eso nos afecta muchísimo.” Es llamativo: las oposiciones se plasman en grandes hechos históricos y en cosas de todos los días. Porque la argentinidad está en esa maqueta con luz y sonido que retrata la batalla de Caseros, así como también en un libro de Borges que se disputa la atención con un par de alpargatas en una vitrina. En el siguiente pabellón, el espectador se topa con una serie de retratos parlantes a los gritos. “La historia de la tiranía de Rosas es la más solemne...”, esgrime Sarmiento, y en simultáneo discursean Quiroga, Belgrano, Rosas y Moreno. Hasta que toma la palabra San Martín, “con un discurso más emotivo”, según Santoro, y el resto hace silencio. “Cualquier parecido de San Martín con alguien aquí presente no es casualidad”, bromea Santoro. Es que el actor en cuestión es su compañero Estrada.

Aunque la instalación respeta cierto orden cronológico, la intención fue contar por temas. “No respetamos secuencias estrictas. Es una expresión artística, no una exposición explicativa”, diferencia Estrada. Y el mismo sentido comporta la heterogeneidad de lenguajes, eso que hace que convivan piezas de museo expuestas en vitrinas con las últimas tecnologías. “La idea era combinar cierta libertad estética con rigor historiográfico.” Así lo demuestra lo que sigue, el “Espacio del conflicto identitario. Los pueblos originarios y la inmigración”, donde aguarda una réplica del cuadro La conquista del Desierto, de Juan Manuel Blanes. Roca habla a través de una pantalla incrustada en la cara de uno de los personajes retratados. Y un aborigen le responde con un poema. “Esperamos que la gente se quede ahí, atrapada en momentos como ése”, recalca Santoro. “Queremos que le pase algo parecido a lo que nos pasa a nosotros, que nos conmueven algunos discursos. La línea antinómica produce cierta reflexión, pero también emoción. Entonces, en lugar de mostrar eventos les buscamos una vuelta, una poética.” La instalación también es punzante desde el punto de vista sensorial, porque voces y sonidos inundan el paseo.

El radicalismo, el peronismo, la dictadura, la recuperación de la democracia y el neoliberalismo de los noventa constituyen la segunda mitad del recorrido. El humor deposita su sello en un videojuego denominado “Carrera al Primer Mundo” que tiene como protagonistas a Carlos Menem y Cecilia Bolocco y en una máquina expendedora –como las de peluches– en la que hay que colocar un peso para tener la posibilidad de hacerse acreedor de algún objeto representativo de la argentinidad (un mate, una Mafalda en miniatura, una mano que dice ser “la de Dios”). Ante una dualidad que bombardea hasta desde los pasillos, el laberinto pareciera no tener salida. Pero el último segmento es un llamado a la unidad.

Los tiempos que corren apenas asoman, en el rostro de Milagro Sala en una de las proyecciones o en un cartel que opone TN a 6, 7, 8. “Cómo representar la antinomia hoy es un trabajo pendiente para el público”, reflexiona Estrada. “Intentamos sacar una foto del estado de situación en el que estamos. Ninguna de estas antinomias está saldada realmente. Siempre hay un ‘negro de mierda’ a mano. La vieja oposición civilización-barbarie todavía no está saldada”, sostiene Santoro. Entonces, ¿tiene salida el laberinto? Quizás no sea tan fácil en la realidad, ya que Agustín Tosco y Susana Giménez nunca se subirían al mismo colectivo, como sí lo hacen en uno de los afiches del laberinto de Santoro y Estrada.

cultura popular

sábado, 17 de julio de 2010

La impactante tarea de un hombre.

Es interesante ver cuando una persona de la cultura se compromete con una causa a fondo, realmente en este caso Penn no tiene ninguna necesidad ! pero conmueve su actitud militante y de gran persona, sobre todo siendo una estrella tan famosa , bien podría tomarse sus tragos en la piscina y pasar de todo , no?? en fin compañeros... ojala mucha mas gente de la cultura se comprometiera realmente como Penn.
abrazos !!
A.G
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domingo, 11 de julio de 2010

Madame Bonnard se está bañando




Por Juan Forn

Parado frente a una foto que le había hecho a Pierre Bonnard en la vejez, Cartier-Bresson le comentó al crítico de arte Michal Kimmelman: “Uno puede perfectamente adivinar por qué a Picasso no le gustaba Bonnard: Picasso era un genio, pero no entendía ni la paciencia ni la ternura. Y la obra de Bonnard hay que mirarla y mirarla, hasta verla”. Todo en Bonnard es así. Obligado por su padre a estudiar Derecho, Bonnard volvió un día con el título en la mano, lo depositó sobre el escritorio de su progenitor y se fue para siempre de su casa. “La pintura y el dibujo me atraían desde siempre, pero no era una pasión irresistible; lo que yo quería a toda costa era escapar de la monotonía de la vida”, dijo. Pero poco después de abandonar su casa vio bajar de un tranvía a una mujer y terminó viviendo con ella los siguientes cincuenta años de su vida, durante los cuales la retrató en más de cuatrocientos cuadros (en casi cien de ellos, y una foto, dentro de una bañera). Cuando Bonnard pintaba un ramo de flores, primero lo dejaba marchitar y recién entonces lo reproducía en la tela... con colores aún más vivaces que los que habían tenido en plena floración. Cuando pintaba a una modelo, le pedía que no posara sino que se moviera libremente por el estudio, “así puedo pintar tu presencia y tu ausencia a la vez”. De hecho, mucha gente (empezando por Matisse) ha dicho que mirar los cuadros de Bonnard es como entrar en una habitación vacía y de pronto descubrir a alguien que estaba inmóvil en un rincón, o que se refleja fugazmente en un espejo, alguien que podría ser un recuerdo o un fantasma.
La historia de Bonnard con su mujer es asombrosa. El efectivamente la vio bajar de un tranvía en el Boulevard Haussmann, la siguió hasta su trabajo, supo que bordaba perlas artificiales a las mortajas de los muertos, que decía tener dieciséis años, que se hacía llamar Marthe Meligny, que tenía tuberculosis y que estaba sola en el mundo. En realidad ella tenía doce años más, se llamaba Marie Boursin, había cortado todo vínculo con su familia cuando escapó a París y, si bien era de salud delicada, viviría cincuenta años más. Según Bonnard, no fue tanto que se enamorara sino que intuyó, en aquel primer vistazo, que había algo en ella decisivo para él como pintor. Y, de hecho, lo fue: la obra de Bonnard comienza cuando empieza a pintar a Marthe. Quizá por eso aceptó mansamente acompañarla de una terma a otra, durante tres años, hasta que ella reconoció a regañadientes su mejoría y se asentaron en París. Pero allí boicoteó todas las amistades pictóricas de Bonnard (decía que iban al atelier a robarle los trucos). No lo dejaba salir mucho y, cuando lo acompañaba por la calle, se vestía con mil colores y se ofendía si la gente la miraba (llevaba un paraguas para taparse).
Bonnard decía que Marthe era una cruza de duende y gorrión. Thadeé Natanson también la recuerda como un pájaro: la mirada nunca fija en algo, los pasitos cortos y saltarines, los tobillos finos acentuados por los tacos altos, la fascinación por el agua caliente (se bañaba dos y hasta tres veces por día), e incluso la voz, que no sonaba como el canto de un gorrión precisamente, sino como el graznido de una urraca. Bonnard no supo el verdadero nombre de Marthe hasta que se casó con ella (en 1925, ya llegaremos a eso) y siguió creyendo hasta su muerte que ella no tenía familia (después de enterrada Marthe en 1942, aparecieron dos hermanas que reclamaron la mitad de los bienes del pintor). Nada de eso hizo mella en él, pero en los años ’20 pareció cansarse de su musa. Entre 1923 y 1925 tuvo dos amoríos con modelos: uno con la morocha Lucienne Dupuy de Frenelle (a quien pintó muchas veces) y otro con una suiza grandota, que quería ser pintora y se hacía llamar Renée Monchaty. Bonnard sólo la pintó una vez (y la hizo rubia en lugar de castaña), pero dejó el cuadro inconcluso para irse con ella a Roma. Incluso conoció a los padres de ella, con la intención de pedirles la mano, pero de repente volvió solo a París y un mes más tarde se había casado... con Marthe.
Renée también volvió a París: a suicidarse. Timothy Hyman, concienzudo biógrafo de Bonnard, cita las tres versiones que se conocen del hecho: una dice que se disparó un tiro en el corazón, otra que se envenenó en la cama, rodeada de pétalos de rosas y la tercera que se cortó las venas en el baño. Dos cosas pasaron cuando los Bonnard se enteraron de la noticia: Marthe revolvió el estudio hasta dar con el retrato inconcluso y lo arrojó al patio (Bonnard lo rescató sin que ella supiera) y la pareja abandonó París para instalarse en una casa de campo en las colinas de Le Cannet, donde el clima era más adecuado para la salud de Marthe y para la vida que quería para la pareja. (Zoe Valdés dice, en cambio, que Bonnard sucumbió a una depresión terrible, se fue a las Antillas y Cuba y, en 1927, pintó un cuadro titulado Le suicide, donde reproducía la última visión que tuvo Renée Monchaty de la vida: una mesa, un jarrón con rosas amarillas, un libro abierto y una pistola encima. Claro que Zoe Valdés también dice que Renée se suicidó de un pistoletazo dentro de una bañera en cuyas aguas flotaban una miríada de pétalos de rosas amarillas.)
Lo cierto es que en aquella casa Bonnard dio rienda suelta a su obsesión, o a su consuelo: refaccionó el baño para que tuviera agua corriente, calefacción y una tina especial, y lo azulejó en azul (es el baño que pintaría una y otra vez, con Marthe dentro del agua), dio a cada cuarto de la casa un color diferente (rojo, amarillo, verde, celeste), hizo un estanque artificial donde crió un único pez llamado Agenor y compró el terreno lindante sólo por el almendro que se alzaba allí. Ni siquiera las penurias de la guerra lo hicieron abandonar esa casa. Todas las mañanas salía de paseo, seguido por su perro salchicha Poucette. Primero iba a ver al pez Agenor, luego pasaba junto al almendro y encaraba las colinas rumbo al pueblo. Bajo ese almendro escribía su diario, famoso por su laconismo (“Hoy lluvia”, “Toda la mañana de buen humor”, “Jabón, miel, queso”). Sólo tres veces en veinte años anotó una reflexión. Las reproduzco: “En el momento en que uno dice que es feliz ya no es feliz” (1929), “Mejor aburrise solo que acompañado” (1938), “No todo el que canta está contento” (1944). El día que murió Marthe, en enero de 1942, simplemente escribió “Buen tiempo” y a continuación, con letra temblorosa, trazó una pequeña cruz.
Bonnard sobrevivió cinco años a Marthe. Siguió pintándola de memoria después de la muerte de ella (siempre con el mismo aspecto juvenil, pero, a medida que pasaban los años, ocupando un lugar cada vez menos central en los cuadros). Sus admiradores iban en peregrinación a Le Cannet. Algunos pedían retratarlo: él sólo aceptaba si lo dejaban moverse, y al rato abandonaba la habitación, o se alejaba por el campo si estaban al aire libre. Poco antes de morir, encontró el cuadro que había hecho de Renée en 1924 y decidió terminarlo. Pintó un trigal de fondo que producía un halo dorado en torno de la cabeza de Renée, y después agregó otra figura, de perfil, casi dándonos la espalda, en el costado inferior derecho, justo en la dirección hacia donde apunta la mirada de Renée. Aun de espaldas la figura es inmediatamente reconocible: se trata del rostro de pájaro de ya saben quién. Hay quien lo considera el mejor cuadro de Bonnard. Yo me inclino por un autorretrato de 1931 titulado El boxeador, donde un Bonnard de torso desnudo y amarillo nos mira con la guardia alta. Lástima que no se llame El sparring: así, Marthe estaría en aquel cuadro también. ¿O no fue eso la vida de Bonnard: un tierno, paciente, infinito round de guantes como sparring de su esposa y musa inspiradora?

miércoles, 7 de julio de 2010

Macri sos el ser mas despresiable !!!



Compañeros ,se que esto no tiene que ver con el arte pero la verdad es que me a tocado ser testigo ,junto con mi compañero de la terrible situación que vivía esta familia en situación de calle, ayudamos todo lo que pudimos... pero no alcanzo... hoy la impotencia y el terrible dolor nos invade ante tanta frialdad de la sociedad y del jefe de gob, si bien los llamados interminables al 108 daban resultado la realidad es que no solucionaban nada y bueno terminamos con la muerte de un inocente bebe, pido por favor que difundan este hecho que no quede en una muerte mas y silenciosa de todas las personas que están en situación de calle, un niño moría y yo preocupada x el mundial !! imperdonable !! perdona Luisito !! perdonameeeeeeeeeeeeeee !!!


Andrea Gracia 4to año .t.t


a continuación la nota de pagina12

Nacer y morir debajo de la autopista

La pareja, con cinco hijos, cobraba un subsidio habitacional, pero ningún hotel quería alojarlos. El domingo falleció su bebé de 26 días, por una neumopatía. Recién entonces el gobierno porteño les consiguió un lugar.


Alrededor de las 5 de la mañana del domingo, Paola Fernández, de 28 años, se despertó tras escuchar el llanto de uno de sus hijos en el precario lugar donde vivía, bajo la Autopista 25 de Mayo, en Pichincha y Cochabamba, en el barrio de San Cristóbal. Luego de darle la mamadera a la pequeña, decidió cambiarle los pañales al más chiquito de sus seis hijos, pero el bebé de 26 días no reaccionaba, relató la mujer a Página/12. “En seguida lo llevé al Hospital Garrahan, porque era el lugar más cercano que tenía. Los médicos lo tuvieron 20 minutos para reanimarlo, pero ya había fallecido”, explicó. Fernández, junto a sus hijos y su actual pareja, Marcos Navarro Almeida, padre del bebé fallecido, se quedaron sin hogar “hace cuatro, cinco meses” y debido a su falta de recursos se instalaron bajo la autopista. El gobierno porteño les habían renovado el subsidio habitacional, pero “ningún hotel nos permitía quedarnos porque tenía cinco nenes”, señaló la mujer. Por eso, cuando nació el bebé fallecido estaban viviendo en la calle. La diputada porteña Gabriela Cerruti está reuniendo información para presentar “una denuncia penal para que se averigüe si hubo abandono de persona por parte del Estado de la ciudad”.

La pareja, junto con los nenes de entre 11 y 2 años, se había instalado bajo la autopista “hace cuatro, cinco meses”, indicó el hombre de la familia. “En ningún hotel me dejaban quedarme con los cinco chicos”, agregó la mujer. Recién el lunes, después del fallecimiento del bebé, la Dirección General de Atención Inmediata de la ciudad, a través del programa Buenos Aires Presente, les consiguió “una habitación en un hotel ubicado Sáenz Peña y Pavón”, informó Almeida.

Los cinco nenes de Paola Fernández son hijos de dos parejas anteriores. Sólo cobra la asignación familiar de dos de ellos. Luisito era el sexto hijo y el primero con su actual pareja. El bebé había nacido el 9 de junio pasado en el Hospital Ramos Mejía, cuando la familia ya estaba alojada en la calle. “El nene estaba bien” de salud, aseguró la madre. Eso fue lo que le dijeron los médicos cuando lo llevó a los controles. Luisito, de 26 días, falleció en la madrugada del domingo de una neumopatía.

Marcos vino de Perú hace aproximadamente dos años y un tiempo después conoció a Paola y a sus hijos. Durante algún tiempo, estuvieron viviendo en un lavadero, en el que el hombre trabajaba, y luego cuando “recibimos el subsidio habitacional nos instalamos en un hotel en Santiago del Estero y Juan de Garay. Pero nos cobraban 120 pesos por día y nosotros recibíamos 700 pesos al mes”, informó Fernández. Además, en ese momento “ninguno tenía trabajo”, aclaró. Luego, “no conseguimos que ningún hotel nos recibiera y por eso estamos acá” debajo de la autopista, señaló.

Desde el Ministerio de Desarrollo Social de la ciudad informaron que en varias oportunidades le ofrecieron alojamiento a la familia y que “ellos lo rechazaron”. Según una fuente del caso, en esos lugares a Almeida no le permitían quedarse, sólo a su mujer y a los chicos. Un vocero de esa cartera lo desmintió y aclaró que “hay lugares sólo para mujeres con sus hijos y otros para toda la familia”. Además, el vocero indicó que si bien el subsidio se había suspendido por problemas personales, “en abril fue renovado”.

Según informaron fuentes del caso, en el nuevo hotel la familia “tiene permiso de quedarse hasta el jueves (por mañana)”. De ser necesario, ellos están dispuestos a resistir un eventual desalojo. Desde Desarrollo Social aseguraron que la pareja es la que va a decidir si se quiere quedar o irse a otro lugar.

Informe: Rocío Ilama.

viernes, 2 de julio de 2010

ARTE PRIMITIVO Y PINTORES MODERNOS




Facilidad de Turner


Las obras verdaderamente sublimes son aquellas en que, sin esfuerzo, se expresan las ideas según le ocurrieron y se le olvidaron, y en éstas la efusión de la fantasía no es menos admirable que la rapidez y obediencia de la vigorosa mano que la expresa. Cualquiera que examine los cuadros puede notar la evidencia de esta facilidad, la extraña frescura y exactitud de cada toque de color; pero cuando se observa la multitud de toques delicados con que están trabajados todos los tonos aéreos, parecería imposible que el dibujo se hubiera acabado con facilidad, a no ser que tuviéramos evidencia inmediata de que así ocurrió; afortunadamente no se necesita. Hay un diseño en la colección de Fawhes que representa un soldado proveyéndose de municiones: es del tamaño acostumbrado de la serie inglesa, cerca de 16 pulgadas por 11; no parece uno de los más completos, pero es uno de los más exentos de descuido. Un buque de primera clase ocupa casi la mitad del cuadro a la derecha, con la proa hacia el espectador, vista en cuidada perspectiva, de proa a popa, con todas sus portas de batería, cañones, áncoras, y otros insignificantes aparejos laboriosamente detallados; hay otros dos barcos a distancia media, delineados con igual precisión, sacude sus anchas proas un sublime mar rizado, cuyas olas forman delicados dibujos; un buque de carga detrás del más grande, y varios otros botes; un cielo con complicadas nubes. Se requería no poco esfuerzo de espíritu para esbozar los detalles de todos estos barcos, hasta las más pequeñas cuerdas, de memoria, en el salón de una morada en el centro de Yorkshire, aunque a este esfuerzo se haya dedicado un tiempo considerable. Pero Fawhes hizo constar en el lienzo desde la primera línea hasta la última. Turner cogió un pedazo de papel blanco una mañana después de almorzar, bosquejó sus buques, terminó el croquis en horas y se dio a la vela...

“El barco negrero”

Creo que el mar más sublime que Turner ha pintado y, de ser así, el más sublime que con seguridad ha pintado un hombre, es el de El barco negrero, el principal cuadro de academia en la Exposición de 1840. Es una puesta de sol sobre el Atlántico, después de una prolongada tormenta; pero la tempestad está parcialmente apaciguada y las rasgadas y fugitivas nubes se mueven en líneas escarlatas, para perderse en la profundidad de la noche. Toda la superficie del mar que ocupa el cuadro está dividida en dos grandes surcos de enorme volumen, ni elevados ni en el plano, sino semejantes a un vasto abismo alzándose del océano, como la palpitación de su pecho en respiración profunda, después del martirio de la tempestad. Entre estos dos surcos, los fuegos del crepúsculo caen sobre el mar tiñéndolo con una luz imponente pero gloriosa, intenso y cárdeno esplendor que lo incendia de oro y lo baña en sangre. A lo largo de esta senda ígnea y de este valle, las olas agitadas, cuya turbulencia divide el pecho del mar, se revisten de formas oscuras, indefinidas, fantásticas, que arrojan tras de sí sombras débiles y pálidas a través de la iluminada espuma. No se lanzan al acaso, sino de tres o cuatro a la vez, en violentos grupos, agitada y furiosamente, según les permite la fuerza impulsiva del hinchado pecho, dejando entre una y otra espacios traidores de agua tranquila o arremolinada, ya incendiada con fuegos verdes y apagados, ya relampagueando con el oro del sol declinante, ya reflejando medrosamente las vagas imágenes de las nubes rojizas que caen sobre ellas en cintas carmesíes y escarlatas y dan a las indolentes olas el balanceo de su fuego ígneo... Purpúreas y azules, las lóbregas sombras de las cóncavas rompientes se lanzan en las nieblas –que se condensan, frías y bajas– de la noche, que avanza como el fantasma de la muerte sobre el infame buque trabajosamente agitado en medio de los fulgores del mar, inscribiendo en el firmamento su débil arboladura con estrías de sangre nimbadas de condenación en estos terribles colores que surcan con horror los cielos; confunden sus llameantes ondas con la luz del sol, y lanzándose a través de la desolada palpitación de las sepulcrales olas, encienden el turbulento mar.

El color en Turner

Claudio Lorena y Cuyp han pintado la luz del sol; sólo Turner pintó el color.

Téngase esto en cuenta. Estos efectos fácilmente estudiados de luz meridiana, graciosos y suaves hasta donde alcanzan, son producidos por el suave ardor de los amarillos rayos solares cayendo entre la niebla. Emplean tonos apagados, aun en la naturaleza, y desfiguran los colores de los objetos. Son imitables aun por personas que tienen poca o ninguna fuerza de colorido, si los tonos del cuadro se mantienen bajos y en verdadera armonía, y cálida la luz reflejada. Pero nunca los pintarían grandes coloristas. El hecho de que el carmesí y el azul oscurezcan el gris y el amarillo pone tales efectos fuera del alcance de un colorista, a menos que tenga algún interés especial en sus motivos. Como exigir a un músico que tocase con sólo tres notas sería pedir que Tiziano pintase sin azul ni carmesí. En efecto, los coloristas en general, comprendiendo que ningún otro era más imitable que este fulgor del sol amarillo, lo desdeñaron y pintaron con tonos crepusculares cuando el color era exuberante. Por eso, de los coloristas imperfectos –de Cuyp, Claudio Lorena, Both, Wilson– sacamos efectos engañosos de luz solar; nunca de los venecianos, de Rubens, de Reynolds o de Velázquez. De éstos obtenemos sólo sustituciones convencionales siendo Rubens particularmente atrevido en la franqueza del símbolo.

Turner, sin embargo, como un pintor de paisajes, tenía que representar la luz de un modo o de otro. Se movía resueltamente entre las cuerdas de oro y pintaba el efecto favorito de Cuyp, “el sol alzándose entre la niebla”, para muchos en un año de aburrimiento. Pero esto no era bastante para él. Debe pintar el sol en su fuerza, el sol elevándose, no entre la niebla. Si dirigís una mirada al Apolo matando a Pitón, veréis que hay en las nubes color azul y rosa, así como oro; y si después os volvéis hacia el Apolo del Ulises y Polifemo (sus caballos se alzan sobre el horizonte), veis que no está “elevándose entre la niebla”, sino sobre ella; ganando, al parecer, algo como una victoria sobre la niebla...

La peculiar innovación de Turner fue la perfección del color entonado por medio del escarlata. Otros pintores habían reproducido los tonos áureos y azules del firmamento. Tiziano especialmente el último. Pero ninguno se había atrevido a pintar, ninguno parecía haber visto, el escarlata y el purpúreo.

Y no sólo se distinguió Turner de los pintores que lo precedieron por ver este color con nitidez cuando se presentaba a plena luz. Su innovación más visible como colorista fue su descubrimiento de la sombra escarlata. “Verdad es que hay una luz solar cuyo matiz es áureo y cuya sombra es gris; pero hay otra, cuyo matiz es blanco y cuya sombra es escarlata.” Esto fue lo esencialmente ofensivo, lo inconcebible, lo que no se habría creído de él. Hubo motivos de incredulidad, porque ningún color es bastante vívido para expresar el grado de luz en el fulgor solar puro y blanco, de suerte que el color dado sin verdadera intensidad de luz pareció falso. Sin embargo, Turner no hacía más que reproducir el color en su realidad. “Debo estar muy bajo de tono porque no hay razón para que diese una nota falsa. Hay un fulgor solar que brilla aún cuando se ha apagado; no tiene sombra fría, sino sombra ígnea.” Esta es la gloria de la luz solar.

El “San Gotardo”, de Turner

Turner fue siempre, desde su niñez, amigo de las piedras. Grandes o pequeñas, sueltas o unidas, talladas o sin pulir, las amó tanto como William Hunt ama los ananás y las pasas. De suerte que ese hacinamiento de piedras caídas, que para otro habría sido simplemente desagradable, fue para Turner lo mismo que si todo el valle se hubiese llenado de pasas y de ananás, y lo regocijó en extremo, mucho más que la garganta de Dazio Grande, que estaba precisamente encima. Pero esta garganta también había ejercido influencia sobre él y todavía no quedaba fuera del alcance de su vista, al detenerse la diligencia en la cumbre de la montaña, a la vuelta del camino, a la derecha del puente, cuando Turner aprovechó la oportunidad favorable para hacer lo que él llamaba un “memorándum” del lugar, compuesto por unos trazos de lápiz sobre un pedazo de fino papel, que enrollaba con otros y guardaba después en un bolsillo. Sobre estos trazos en lápiz puso unas pocas manchas de color (supongo que la misma tarde, en Bellinzona, de seguro no lo hizo sobre el terreno), y me mostró este emborronado esbozo cuando volvió a su patria. Le rogué que me hiciese una reproducción del trabajo, y casualmente me dijo después (cosa rara en él) que le gustaba el dibujo que había hecho.

Todo el lugar está alterado gradualmente y formado según la majestad general de las más elevadas cumbres de los Alpes. Hay unos pocos árboles arraigados en las rocas sobre esta parte de la galería, mostrando, por comparación, que no hay más de cuatrocientos o quinientos pies de alto. Turner separa los árboles y da a la roca una elevación de unos mil pies, como para dotar de más fuerza y peligro al alud que se despeña.

Después eleva, en un grado más alto todavía, todas las montañas, estableciendo tres o cuatro rangos en vez de uno, pero uniéndolos en un pequeño dique sólido en su base, que hace dominar el valle, y así lo reduce casi a un precipicio como el que él había traspuesto, de modo que une la expresión de esta hondonada con la del pedregoso valle. Comprende que unos pocos árboles colocados en la cavidad del valle son contrarios en espíritu a las piedras, y los desgaja, como hizo con los otros; así también comprende que el puente, en el primer plano, contradice con su debilidad el aspecto de violencia del torrente; piensa que el torrente y los aludes deben ocupar su puesto cerca de aquí; entonces aproxima más el puente, y lo sitúa allí donde puede suponerse que la fuerza del torrente sea menor. Luego el trozo del camino a la derecha, sobre la ribera, no está edificado sobre una muralla, ni sobre arcos bastante altos para dar idea general de un camino alpino; por eso hace más grandes los arcos, y más escarpadas las márgenes, introduciendo, como ahora vemos, una reminiscencia de la parte superior del sendero.

Digo que “piensa” esto e introduce aquello. Pero, estrictamente hablando, no piensa. Si pensase, inmediatamente incurriría en error; sólo el artista torpe y falto de imaginación piensa. Todos estos cambios le vienen a la mente sin pensarlo; un sueño plenamente imperativo, que le grita “Así debe ser esto”, toma posesión de él; no puede ver y hacer sino lo que este sueño le ordena.

Esto debe destacarse muy especialmente con respecto al otro incidente –la introducción de figuras–. La mayoría de las personas a quienes he presentado el dibujo y que penetran sus caracteres generales siente que hay en él algo viviente; dicen que destruye la majestad de su desolación. Pero el sueño no hablaba así a Turner. El sueño insistía particularmente en el gran hecho de haber venido por el camino. El torrente era impetuoso, las piedras admirables; pero lo más asombroso de todo era cómo nosotros mismos, el sueño y yo, pasamos por aquí. No sería con nuestros pies, tampoco por las nubes, menos aún por una puerta ebúrnea; de ningún modo habríamos llegado sino por el camino de la diligencia. Uno de los grandes elementos de sensación, diariamente, ha sido este camino extraordinario y sus entradas y salidas, aquí, bajo aludes de piedras, entre locuras de torrentes y avanzadas de precipicios, muy atormentados e impelidos a toda clase de desgracias. De un lado y otro, todavía persiste en su avance el maravilloso camino, y lo hace tan llana y seguramente que pasan por allí no sólo grandes diligencias, recorriéndolo a manera de caravanas, con todo el tiro de mulas que caben a lo ancho, sino pequeñas sillas de postas con algunos muchachos de pie y un par de jacos. Y el sueño declaró que la esencia íntegra del alma del paisaje y la perfección de toda la asombrosa belleza de los torrentes y de los Alpes reside en una silla de posta con jacos y muchachos a pie e insistió en que Turner la colocara, le agradase o no, en una curva del camino.

El sentimiento trágico en Turner

En Turner el sentido de la belleza fue perfecto, más profundo, por eso, que en Byron; sólo puede comparársele el de Keats y el de Tennyson. Y en Turner el amor a la verdad fue tan austero y paciente como en Dante; de suerte que cuando sobre estas grandes inteligencias descienden las sombras de la desesperación, la ruina es infinitamente más triste. Sin cariño alguno en su infancia –sin amigos en la juventud, sin amores en la virilidad, desesperado en la muerte–, Turner fue lo que Dante habría sido sin el “bello ovile”, sin Casella, sin Beatriz, y sin El que le dio todas las cosas y se las quitó todas. En todo el resto de su vida, donde quiera que miró, vio ruinas.

Ruinas y crepúsculo. El efecto de luz distintivo que introdujo, que ningún hombre había antes reproducido, ¿cuál fue? Dio, es cierto, la claridad, como hemos visto, porque fue verdadero y exacto; pero en esto perfeccionó lo que otros habían intentado. Su luz favorita no es Eglé, sino Hespéride Eglé. Marchitez en los últimos rayos del crepúsculo. Lánguido suspiro de la tristeza de la noche.

Y nótese que los rayos del crepúsculo también caen sobre ruinas. No puede menos que causar extrañeza que no se haya observado esta diferencia entre la obra de Turner y su concepto previo del arte. Ninguno de los grandes pintores antiguos dibujó ruinas, excepto por fuerza. Los edificios ruinosos introducidos por ellos son ruinosos artificialmente, como modelos. No hay sentido real de la decadencia; Turner, por lo contrario, sólo momentáneamente se fija en algo que no sean ruinas. Tomad el Lieber Studiorum y observad cómo esta sensación de decadencia y ruina da solemnidad a sus asuntos más sencillos; hasta a sus perspectivas de trabajo cotidiano. He marcado su tendencia al examinar el croquis de Mill y Lock, pero observad que se sostiene esta tendencia en todo el libro. No hay regocijo ante la rica ciudad, ni ante el mercado, ni ante el próspero trabajo rural, ni ante la recolección de la cosecha. Sólo le encantan el moler de la rueda del molino y la paciente lucha con las penosas faenas de la vida. Obsérvense los dos desordenados y míseros corrales de granjas, y los carros, y las rejas del arado, y los rastrillos pudriéndose: nótese la vega pastoril a orillas del arroyo, con su humilde corriente y sus árboles silvestres, el puente con las barandas rotas, y los niños decrépitos –-enfermos de calentura–, uno tendido estúpidamente junto al estancado arroyo, el otro vestido con harapos, cubierto con el sombrero de un anciano, y cojo, apoyándose en un báculo. Luego los dos croquis de “Hedging y Dilching”, con sus cielos pálidos y sus –roídos, tajados y consumidos por el estiércol de greda que hay entre árboles y leños– labradores de rostro enfermizo, endebles; labradores podados, como los troncos de sauce que ellos cortan; y la desaliñada campesina, con una manta usada y un gorro viejo –una dríada inglesa–. Luego de “watermill”, más allá de los terrenos en declive, cercado de cardos silvestres: hecho una ruina, edificado con barro al principio, ahora de mampostería en ambas orillas; las vigas rajadas de su establo; una lanza de carro, astillada, está colocada al extremo, frente a la casa, sobre el arruinado puente que cruza el arroyo; la vieja muela –inútil por muchos días– medio sepultada en el fango, en el cimiento del muro; los negligentes muchachos, el indolente perro, el pobre trapero conduciendo sus gavillas.

Luego el “Peat-Bog”, con su lluvia, oscura, y su peligroso trabajo. Y por último y lo más importante, el molino del valle de la Chartreuse. Otro que no fuese Turner habría pintado el convento; pero no fraternizaba con la esperanza, ni sentía misericordia por la holgazanería de los frailes. Pintó el molino en el valle. El precipicio que lo domina, y la agreste selva que lo circunda, la cegadora furia y fuerza del torrente de la montaña que se despeña; y sobre esto, el crepúsculo sereno, pasando sobre el valle y sumiendo en la noche sus turbulentas aguas rugientes y las ramas de los pinos que suspiran...

Tal es su visión del trabajo humano. Del orgullo humano, ved lo que siente. Negras torres sin techo; puertas de las viejas murallas de Winchelsea; manadas de carneros cruzando no por entre ellas sino alrededor, y el coro de Pieraulx y la cripta de Kirkstall, y Dunstanborough, pálida sobre el mar, y Chepstow, a través de cuyas ventanas penetra la hirviente luz; y Lindisfarme, con sus elevados muros caídos; y, por último, el más grato, Raglan, en completo abandono, en medio del inculto bosque; las torres rematadas con hiedra, y los troncos del bosque cerrados con sotos, y el arroyo lánguido entre esparganios y lirios. Leyendas de grises caballeros y encantadas damas apartando a los niños del cazador, al crepúsculo.

Estos son sus tipos de orgullo humano. De amor humano: Procris, muerto por la flecha; Hesperia, por el veneno de la víbora, y Rizpah, más que muerto, al lado de sus hijos.

Vejez y muerte de Turner

Imaginad lo que era para un hombre vivir setenta años en este miserable mundo, con el corazón más bondadoso y la inteligencia más sublime de su época, sin recibir jamás una palabra o un rasgo de simpatía, hasta que se sintió bajar al sepulcro.

Desde que conoció su verdadera grandeza, todo el mundo se volvió contra él; él se mantuvo firme; pero indudablemente no sin hallarse en una posición difícil y sin que se endureciera su carácter, ya que no su corazón. Ninguno lo comprendía, ninguno estaba con él, y todos clamaban en su contra. Imaginad, cualquiera de vosotros, el efecto que produciría en vuestro espíritu si las voces que escucháis, saliendo de los seres humanos que os rodean, se elevasen, año tras año, durante toda vuestra vida, sólo para condenar vuestros esfuerzos y negar vuestros éxitos. Esto pueden sufrirlo, y lo soportan fácilmente, los hombres sostenidos por principios religiosos o que están ligados por vínculos domésticos. Pero Turner no tenía a nadie que lo dirigiese en su juventud, y nadie que lo amase en su vejez. El respeto y el afecto, o llegaron sin pensarlo, o llegaron demasiado tarde. Irritable por naturaleza, aunque bondadoso, de natural desconfiado, aunque generoso, el oro se fue haciendo opaco y el oro más fino fue cambiándose, y si no cambiándose, nublándose y oscureciéndose. Las fibras más íntimas del corazón todavía palpitaban, pero era bajo una malla oscura y melancólica, por entre cuyas junturas algunas veces penetraban rayos más débiles que, sin embargo, tenían fuerza para causar dolor. No recibió consuelo en sus últimos años, ni en su muerte.

Apartado de toda sociedad –primero, por exigencias del trabajo, después, por enfermedad–, perseguido hasta el sepulcro por la malignidad de los críticos pequeños y la envidia de los rivales desesperados, murió en la casa de un extranjero –uno solo, compañero de su vida, el único que estuvo con él hasta el final–. La ventana de su alcoba mortuoria se movió hacia el oeste, y el sol brilló sobre su frente, en su ocaso, y allí permaneció cuando expiraba...

Lugar de Turner en la historia

Este hombre, este Turner, de quien tan poco supisteis mientras vivió entre nosotros, ocupará un día su puesto al lado de Shakespeare y de Verulam, en los anales de la vida de Inglaterra.

Sí, al lado de Shakespeare y de Verulam, como una estrella en esta constelación central, en torno de la cual giran, en la astronomía de la inteligencia, las órbitas de los demás planetas. Shakespeare os descubrió la humanidad; Verulam, los principios de la naturaleza, y Turner, su aspecto. Todos éstos fueron enviados a abrir una de las puertas de la vida, y a abrirla por primera vez. Pero de estos tres, Turner fue, si no el más grande, el que menos precedentes tuvo en su obra. Bacon hizo lo que Aristóteles intentó; Shakespeare realizó con perfección lo que Esquilo realizara parcialmente; pero nadie antes de Turner había alzado el velo del rostro de la naturaleza; la majestad de las montañas y de los bosques no habían recibido interpretación, y las nubes habían pasado sin dejar rastro por la faz de los cielos que ornaban y de la tierra a la que socorrían.

Este fragmento pertenece a

Arte Primitivo y Pintores Modernos por John Ruskin.